Lázaro, Marta y María de Betania



¡Qué gozo debía llenar el corazón del israelita piadoso, quien subiendo a Jerusalén apercibía a la Betania de los jardines agradables, después de la penosa travesía por el desierto de Judá! 
Al divisar en la cuesta oriental del monte de los Olivos la aldea adonde Jesús gustaba ir, el peregrino sabía que pronto se descubriría ante sus ojos el grandioso panorama de la ciudad santa.

En efecto, de Betania a Jerusalén, no había más de tres o cuatro kilómetros. Desde este pequeño poblado, el viajero alcanzaba sin dificultad el monte de los Olivos, donde se encontraba el huerto de Getsemaní, después descendía por la ladera, atravesaba el árido valle del Cedrón y escalaba el costado de Sion donde se erigía el templo.

¡Cuántas veces el Salvador del mundo, rodeado de un puñado de discípulos, recorrió ese trayecto! Durante la última semana de su ministerio, Jesús, rechazado por el pueblo del cual era el rey, se retiraba a Betania en la tarde.

Dejaba la ciudad escogida por Dios mismo: Jerusalén, la cual era más asolada que en los tiempos de Esdras y Nehemías, cuando el altar estaba derribado y las murallas destruidas por el fuego. ¿Dónde hallaría el verdadero culto? ¿En el templo de Herodes, magnífico edificio, del cual ninguna piedra debía quedar en su lugar? ¿Dónde discerniría corazones apartados del mundo y apegados a Dios? ¿En medio ese pueblo sujeto a la administración romana, orgulloso todavía de sus instituciones religiosas y políticas?

“Levantaos, vamos de aquí” dice Jesús a sus discípulos (Juan 14:31).
 Los lazos que unían al Ungido de Dios a su pueblo terrenal estaban rotos. Ellos le habían devuelto odio por amor. 
Perfectamente obediente a su Padre, el Señor Jesús se entregó a la muerte, siendo consciente de la necesidad de su sacrificio; sin embargo necesitaba simpatía, y ésta la hallaba en Betania.

Betania, casa de la gracia (significado de esta palabra según algunos), abrigaba a Lázaro, Marta y María. Estas tres modestas personas se distinguían de los demás aldeanos por un profundo apego al Salvador. Por eso es comprensible que innumerables lectores de la Palabra, en el curso de la historia de la Iglesia, hayan meditado sobre los textos en los cuales vemos hablar y obrar a los que recibieron al “Despreciado” (Isaías 53:3).

Sólo dos pasajes mencionan a Lázaro de Betania (Juan 11; 12:1-7). 
El primero presenta de manera conmovedora una imagen de la liberación en Cristo, el segundo pone a la luz la posición eminente a la cual el creyente puede acceder.

En el primer pasaje, el cuerpo de Lázaro había sido puesto en el sepulcro. En estado de descomposición, expelía ya un olor repugnante. Bajo la orden de aquel que es la Resurrección y la Vida, la muerte soltó su presa.

En el segundo, Lázaro resucitado participó en una cena ofrecida a su libertador. Habiendo pasado por la prueba suprema, adquirió el privilegio de gustar esta estrecha comunión con el Hijo de Dios. Intercambiaron palabras, un mismo alimento los reconfortó. ¿Cómo puedo vivir íntimamente unido a aquel que es santo, si no me tengo yo mismo por muerto al pecado?

Únicamente Lucas 10:38-42, Juan 11 y 12:1-7 mencionan a Marta y María.
Marta cumplía las funciones de ama de casa y, según su costumbre, servía en la mesa. En Lucas 10, la vemos muy activa; no podía recibir a Jesús como un simple amigo, con toda sencillez. Su trabajo le impedía gozar la presencia de un huésped único, cuya principal preocupación no era participar de un festín, sino anunciar la Palabra de Dios.

Fue necesaria la resurrección de Lázaro para que los ojos de Marta se abrieran. 
Después de este hecho, se hizo otra cena para el Señor en Betania (Juan 12:2). 
Esta vez Marta ya no se preocupaba por los muchos quehaceres, sino que sencillamente servía a su Señor. Había discernido los tesoros de la revelación cristiana. Había comprendido que “la verdadera grandeza consiste en servir en secreto y trabajar sin ser visto”, como alguien dijo. Desde ese momento el trabajo no fue para ella una carga pesada, sino una de las formas más elevadas de dar testimonio de su amor.

¡Cuántos cristianos se han propuesto tener a María de Betania como modelo! Escuchar, orar, adorar, estos tres verbos resumen toda su actividad en la presencia del Señor. Cuán dulce es evocar esas escenas que conmueven el corazón del hombre en todas las etapas de su vida. El Creador de los mundos, hombre entre los hombres, entra en una morada modesta de una aldea poco importante, en el corazón de un país luminoso y tranquilo. 

Recibido con un respetuoso afecto, enseña, consuela, recibe el homenaje de una mujer postrada a sus pies. Todo se silencia alrededor de ella y en ella, y con el corazón lleno de amor, unge los pies del Hijo de Dios, pies cubiertos con el polvo del camino, porque había caminado por toda Palestina para anunciar la gran nueva de la salvación.

María, por el afecto que sentía hacia la persona de su Salvador, adquirió una inteligencia espiritual profunda. Consciente de la grandeza y de la divinidad del Hijo de Dios, y presintiendo la cercanía de Su muerte, ungió sus pies. Este perfume de gran precio simboliza la adoración y la alabanza ofrecidas al Señor en el culto por aquellos que aprecian su gloriosa persona.

Para Jesús, esa aldea sólo representaba un reposo pasajero. 
Jerusalén, la ciudad culpable, era el objetivo supremo que quería alcanzar el Salvador del mundo.
B.R.

Hasta la tierra

Hasta la tierra bajó el cielo,
De Dios misterio es Emanuel;
Cubre a su gloria humano velo;
De hinojos, demos loor a Él.

¿Quién este amor sondear nos diera?
De Dios el Hijo, el Creador;
Para el perdido en esta tierra
Siervo fiel fue y buen Pastor.

Este amor que tanto se brinda
También amónos hasta el fin;
Sufre el Cristo y da su vida
Por un mundo perdido y ruin.